Lo primero que me atrajo fue el excelente dibujo (de Ernesto García Seijas) , proporcionado, elegante, dinámico, nunca confuso, dentro de una línea clásica; los personajes bien diferenciados gráficamente, las escenas bien ambientadas. Da verdadero gusto mirar sus dibujos.
El guion (de Ray Collins) estaba estructurado como las series policíacas de acción para tv: justicieros fuera de la ley, pandillas callejeras, policías recios; damas bondadosas, inocentes jovencitas y mujeres fatales; los personajes buenos eran muy queribles, y los malos terminaban pagando sus crímenes de una u otra forma.
La historia comenzaba con un muchachito afroamericano, Matt Rowinson, que era protegido y socorrido por el pastor ex misionero en Calcuta, padre Flannagan, y cuidado en su niñez por la abuela Blum. Con el tiempo, Matt deviene en Skorpio, justiciero implacable en los barrios bajos de Nueva York.
El sargento de policía (ex capitán) Nikos Hyerónimus, recio, pero honesto, es otro de los personajes principales. También hay personajes que aparecen, o desaparecen, y otros que reaparecen: la señora Boyd, admiradora de Flannagan, madre de Roy y Luna Boyd; Rosalind, la florista ciega; Cockeye, un canillita que llega a colaborar con Skorpio; la sargento Hettie Rowlands, que se casa con el héroe; y toda una galería de delincuentes y mafiosos, como Freddy Harras que con su carguero participa en la trata de blancas; el pistolero monsieur Rapalli; Duke Gray, dueño de los muelles, que muere a manos de su rival Carl Keller.
Hay una conspicua relación de la serie con el cine: la fisonomía de Skorpio es la de Sidney Poitier; muchos episodios llevan el título de películas: El halcón maltés, Matar a un ruiseñor, La calle desnuda, El hombre de Córcega, Mil ojos tiene la noche, El reloj sin agujas. Como curiosidad, en el capítulo El hombre de Córcega, el pistolero Rapalli tiene el rostro del dibujante García Seijas.
6 comentarios:
Desde que recuerdo que quise ser guionista de historietas.
Mi padre, que trabajaba en la sección Plantel de la empresa llamada entonces Teléfonos del Estado (calle Hidalgo llegando a Acoyte), era el «proveedor» de la revista “Patoruzito”, que tú con justicia celebras en tu memoria, vocalista como la mía, como la fiesta de la niñez. Creo que era la única para los niños de los barrios pobres, ya que no había videojuegos, ni ordenador, ni televisión, y, si había cine, y era barato, tampoco se podía ir tan a menudo porque no cambiaban tan rápido los programas.
La niñez de los años cincuenta brillaba mortecina o directamente se apagaba como la estearina de las velas, en razón de que los antibióticos se habían difundido hacía relativamente poco. Nada le salvaba a uno de un invierno postrado en cama. Uno debía reconciliarse con el reposo, amoldarse y tratar de sacar el mejor partido de guardar cama un promedio de una semana y media si no quería desesperarse. Por lo menos no ibas al colegio... Enfermo laxo —en el sentido literal de un cable que ha perdido su tensión— a merced de una madre viuda, o salía uno por la cornisa o caminaba por el tablón por donde Humble Bellows, el personaje de Torin Thatcher de la voz cavernosa y la farolera trenza grasienta, quería obligar a andar a las figuras importantes que capturaban en “El pirata hidalgo”, o se acurrucaba y se adormilaba escuchando la radio, en mitad de una rociada de tos o un bolero de Fernando Albuerne.
Todas las historietas que evocas sistemáticamente, enflaquecido en lo extinto, por secciones en tu label, más que leerlas..., ¡qué te digo!, las saboreaba con la vista, intentando imaginarme la muñeca del dibujante sembrando de detalles cada viñeta, la cara hosca o simplemente concentrada en el pulso, la encorvadura de la espalda sobre el tablero, la lámpara flexible... potentísima..., en un recogimiento de intimidad que no he vuelto a experimentar y que mullen la fiebre, la cama, la complicidad amatoria con el «dolce far niente»... y que te cuiden.
La benéfica irresponsabilidad.
En ese rescate, ciertamente afortunado, se yergue, nítida, la exageración posmoderna “avant la lettre” de Vito Nervio.
Llegué tarde, en cuanto a uso de razón y retentiva, al período de Mirco Repetto y Cortinas y por ello mi compás emocional depende de la duración de Wadel-Breccia que para mí forman una yunta mejor. Tendencias dominantes determinan cuáles son los hechos que, entremezclándose, se «salvan». Más que la lucha contra Von Cranach y el Triángulo Verde (antecedente en miniatura de SPECTRE, ¿no?), desencadenó un impulso emocional más duradero en mi subconsciente la muerte de la novia de Vito. Ni el privado negro Alí con su fez, copia del Lothar o Lotario de Mandrake, lograba halar de él para sacarlo con especial cuidado de la depresión. Un soufflé de plátano flambeado al ron. En el anexo fotográfico de mi tesis doctoral (Historia del Arte) dedico unas líneas sentidas, de auténtica «elaboración del duelo», a ese acierto en la historia, aquejada de estrechez maniquea netamente negativa y propia de la época. (También Kerry Drake pierde a la suya en la revista “El Gorrión”.)
continuará...
RESUMEN DE LO PUBLICADO: “Patoruzito” con Wadel de precursor abona el terreno para lo que significó el «autoconocimiento» del género con H. G. Oesterheld y la recapitulación, en los años setenta y en «décadas» legitimadoras a lo Tito Livio, de “Skorpio”.
Hacia 1957..., concédeme unas amplias y valsadas circunvoluciones de patinaje cronológico..., entramos en “the Land of the Morning Star”, el lucero de la mañana que representó para púberes y poco a poco para los estudiantes envueltos en las grescas de Laicos y Libres, y estudiosos en general, el fenómeno de las revistas “Frontera” y “Hora Cero” con todo su aparato de concepción “nouvelle vague” y encuadre nunca visto antes y sus proyectos elaborados de revolución del cómic.
En agosto de este año salió un artículo en “El País”, un periódico equivalente a “La Opinión” setentista de Timerman, que llamo, por desavenencia festiva, el «diario de los intelectuales» —se publica ahí por posibilidad de unión o de asociación con alguno de los clanes que ciñen el cogollo de Madrid—, en el que se decía y daba en forma de dones y regalos la poco precavida precedencia de la historieta dramática para adultos a un japonés. Entrada inesperada en la historia del arte en general y del cómic en particular, el o la “gekiga” se beneficiaba de una operación audaz de ignorancia, aduladora por coyuntura, de lo que había estado haciendo Oesterheld por los mismos años en que el japonés sacaba bruscamente el «invento» de la chistera y había hecho Leonardo Wadel hacía mucho.
Vamos solos si se trata de declarar enemistades y ni siquiera estamos en presencia de una usurpación. En arte, tanto como en ciencia, existe lo que se llama «poligénesis». Escribí al «Correo de los lectores» del periódico una de esas «cartas al director» sin cara ni voluntad (el director), satisfactorias y perfectamente inútiles, para puntualizarlo.
Retomando... Estaba tan cautivado por la renovación de las nuevas revistas y mi propio desarrollo de adolescente nauseabundo, que escribí un guión y creé varios personajes..., Sycamore, Hush Hurricane y los demás..., el «grupo», tomado servilmente del modelo provisto por Ticonderoga. La acción de “Asalto a Munro Prison, en la región de la mariposa ardida” estaba ambientada, como no podía ser menos, igual que sucedía con el personaje de la pareja Oesterheld-Pratt, en el Canadá francés, cuya posesión se dirimiría en el curso de la guerra de los Siete Años, la misma en la que lucha Barry Lyndon alistado a la fuerza en el ejército prusiano.
Se lo remití a Oesterheld por correo a su domicilio de Béccar, esa función orgánica de barrio residencial relevado con dibujo psicosomático en “El Eternauta” que hoy —siempre— se puede ir a visitar, y reconocer, como tantos rincones del Rhode Island de F. Scott Fitzgerald.
Jamás me contestó.
En 1974, el gran año de la bonanza económica y la contención de la inflación antes del «rodrigazo» del siguiente, vi en un quiosco la revista “Skorpio” y compré un ejemplar.
Escudriñé el elenco de guionistas y dibujantes. Uno de los nombres me devolvió un eco de la adolescencia que había quedado atrás, por lo menos en el calendario. Era el de Ray Collins, un guionista menor de la troupe “Frontera” que igualaba en fuerza y algunas intuiciones felices las historias del cowboy Randall dibujado por Arturo del Castillo, de quien hablo también en la tesis. Collins mostraba, como su patrón Oesterheld, una fuerte inclinación al juego de la melancolía y hacía depender de un cierto grado de absorción del paisaje las reacciones personales de un vaquero estilizado e innovadoramente íntimo. Con Randall entró en la historieta argentina la especulación de la impasibilidad bruegheliana que asiste al drama sin configurarlo, entraron el ciclorama y los paisajes de Ford.
En un impulso que era, en esencia, el mismo que quince años antes me había disparado hacia Oesterheld, cruzando el “wide Missouri” de Clark Gable en un gesto de osadía, me presenté en la redacción, que quedaba por ahí... cerca del Mercado del Plata... y pedí hablar con él.
Me atendió con deferencia; en principio, la cosa olía bien —recordarle a un autor sus páginas olvidadas desahoga el recelo—, y ME PIDIÓ UN GUIÓN.
Me puse de inmediato a la tarea y me salió de un tirón un thriller de una perra que se escapa de la perrera, llega a Flores vagabundeando y mata a un joven. El guión dejaba ver una estructura paralelística. Roberto Ohannes (después Seoane), el muchacho, languidecía en una casita de una de esas calles que parece que están como acuclilladas en el barrio municipal de Flores sur que fundó Eva Perón, cerca de Avenida del Trabajo (en la actualidad «Eva Perón» precisamente). El animal confluía hacia el punto de encuentro sin proponérselo, como es natural, y Seoane sin sospecharlo... ni moverse. Sabía que la afición por el “fatum” era un dispositivo simbólico del gusto de Collins, como lo había sido de Oesterheld.
La expectación no duró mucho. Me llamaron por teléfono esa misma semana, me compraron el guión y me entregaron un talón en el que se leía «10.000$». Trabajaba en un banco y mi sueldo entonces era de 65.000 pesos mensuales. La ilusión tiraba como un buey.
Recuerdo el diálogo con Ray Collins.
—Se ve que usted la mueve.
Aludía al fútbol con el símil.
—Voy a dejar el banco. Quiero ser guionista de historietas. Quiero trabajar para ustedes..., quiero trabajar aquí a partir de ahora.
Collins, que no se llamaba Collins, sino Eugenio Juan Zappietro, trató de disuadirme:
—Mire, éste no es un trabajo como hay otros. Hoy le hemos pagado, pero mañana a lo mejor un guión suyo no gusta y se queda sin cobrar. ¿Me entiende?
Tenía una señora pipa, con la cazoleta más pequeña que la caña, que le saltaba en la boca porque no se la quitaba para aconsejar. Hablaba con la pipa en malambo, no sé cómo hacía, pero el espectáculo era para exclamar «¡A la pipeta!».
—Yo trabajo en la policía. Soy oficial principal. Trabajo aquí y no por eso voy a dejar la policía que es un trabajo seguro.
¡Y que lo diga! ¡Con lo que vendría sólo dos años después!...
Zappietro-Ray Collins había sido finalista del Premio Planeta en 1967 con una novela (en lo que acabó alojándose un guión de historieta luego de sufrir una operación de cirugía plástica) que después leí, “Tiempo de morir”, cuyo protagonista, creo recordar que Cárdenas se llamaba, estaba cortado sobre el patrón de Zero Galván, su detective-macho-triste que iba a clonar en las páginas de “Skorpio”. Aguardaba la embestida de un malón «existencialista» en un fortín de fronteras que era un belén —no exactamente un pesebre— de El Huinca que dibujaba Enrique Rapela y Fuerte Argentino de Almada-Walter Ciocca que aparecía en la última página de “Misterix”. El “fatum” no había cambiado de camuflaje. Había sido dotado de un poco de equilibrio para durar y dar el número de páginas de una novela.
Tozudo, no le hice caso. Compuse otro guión, esta vez el de una yegua y su relación con un muchacho que padece a causa de un amor imposible. Durante el cerco de cuarentena que tiene al pueblo incomunicado por un brote de peste bubónica, “Galilea”, la yegua, es sacrificada para alimentar mezquinamente a la población. En la última viñeta regresa, fantasmal, entrando a todo galope por la calle central del pueblo, cubierta de sudor.
El guión fue rechazado.
Pero las decepciones no son flashes de una cámara; suelen ser eslabones de una cadena. Me llamaron de la redacción y una secretaria, otra persona que no era Collins, me dio a considerar que para editar el guión que se me había comprado «tan precipitadamente» tenía que introducir unas correcciones. Las correcciones eran indebidas porque eran de fórmula, se introducían porque sí y siempre, y eran irrespetuosas con la sugestión del texto, que había sido cuidadosamente planificada.
Inadmisibles.
Por ejemplo, el final dejaba bosquejados el ataque y la muerte de Seoane. Al entrar en su pieza, veía al animal sentado en la cama, los belfos amenazantes, la lengua colgando. Querían que el ataque fuese explícito, que la muerte se viera. La sugestión se desvanecía así y el final se tornaba explicativo, “franco”.
Acudí a Collins en busca de respaldo, pero parece que la compra del guión se había efectuado a instancias de él y sin consultar al “executive producer” u otro obstáculo absolutamente insuperable.
—No puedo hacer nada, pibe —dijo.
No quise transigir —sería el primero de mis desacuerdos con editores cerriles y un mojón con los años— y les devolví el cheque.
Fue mi “aristía”, mi único momento de ‘óptima’ actuación en el campo de la historieta, de acuerdo con la nomenclatura corriente en el mundo homérico.
(Tienes otro comentario mío en la etiqueta “Recordando historietas: Casey Ruggles”.)
Para Grumpy:
Muy interesantes tus comentarios, muy memoriosos.
Tres preguntas: ¿Què historietas guionaste? ¿Actualmente, vivìs en Argentina o en España? ¿Tenès algùn blog propio?
Hasta la pròxima y gracias por la visita.
Rotebor:
Creí que había sido claro..., dentro de mi potaje de densidad y gigantismo, de lo que los que me conocen, me padecen y me han leído me acusan.
En las dos entregas del 8 y el 9 de la secuencia “Recordando historietas: De Patoruzito a Skorpio” contaba que había escrito esos tres guiones nada más y que ése había sido todo mi contacto borroso con la mentalidad empresarial de piñón fijo que terminó dominando en el mundo de la historieta, desairando las conquistas de Oesterheld, como terminaría dominando y empobreciendo el cine actual también, inundándolo de recetas.
Eran:
“Asalto a Munro Prison, en la región de la mariposa ardida”, que se desarrollaba, pero no iba más allá del prototipo del Ticonderoga del dúo Oesterheld-Pratt. La presenté en Columba y allí otra «luminaria» estuvo emanando doctrina sobre una de las «leyes» del género: que no se debe desperdiciar NINGUNA ocasión de poner una escena de acción, y yo lo había hecho. El «grupo» volvía en canoa de una refriega «narrada», o sea, ya había sucedido, perjudicando con ello el arranque de la historia, la conjunción de acción y dibujo que, en definitiva, otorga el valor a la viñeta.
El segundo fue el guión de la perra “Reina Regente” que ataca al muchacho en ese sector que te contaba de Flores sur cerca de Avenida del Trabajo, Varela y el hospital Piñero. Por el blog veo que eres de La Plata y tal vez no te diga nada esta ubicación que te doy...
Este guión me lo compraron, pero esto no quería decir que me lo iban a editar como si fuera “Cien años de soledad”, sin una breve fase —no por breve, menos arbitraria y humillante— de enmiendas chapuceras que ésas sí perjudican la precisión y no perder una ocasión de escribir “bang!” y marcar un “sock!”. El final estaba montado como un “corpus” argumental y de legado de imágenes del capítulo de Lavinia Nebbs y el Solitario en “El vino del estío”, la gran novela autobiográfica de Ray Bradbury. Si la leíste, tienes que recordarlo; si no, te hago un resumen.
Lavinia Nebbs sale del pueblo camino de su casa. Se va alejando y con ella los ruidos del pueblo hasta alternar con murmullos. Todos le han dicho que no cruce la cañada a esa hora porque se sabe que allí es donde opera el Solitario. Bradbury va describiendo lenta, amorosamente, la caminata de Lavinia, que siente en la nuca el aliento del asesino. Llega un momento, Rotebor, te digo, en que la tensión es tanta, que el lector..., no ya Lavinia, siente que lo siguen... hasta la raíz de los nervios.
Avista la casa..., el porche... y, sobre la baranda del porche, un detalle magistral, el primero, que actúa como dilatador dramático de la acción. Individualiza una fruslería como forma de amplificar la persecución y la imposibilidad de llegar. «¡No llegarás! ¡No llegarás!»
¿Cuál es el truco? Que el lector aparte la vista, pero no se distraiga; para ello hace falta un detalle, pero no una digresión.
¿Y ese detalle cuál es?
Un vaso de limonada que dejó olvidado sobre la baranda del porche al salir esa mañana en dirección al pueblo.
El personaje acelera el paso con la vista clavada en el vaso, víctima compulsiva del mecanismo de que hay algo mágico en el objeto que la hará llegar sana y salva a la casa.
Entra, respira hondo, cierra la puerta... y entonces Bradbury deja caer la semilla, el segundo detalle magistral: punto y aparte y la frase «Alguien tosió a sus espaldas». Fin del capítulo. Das vuelta la hoja.
Yo había querido hacer lo mismo con la perra sobre la cama. Entra el muchacho y la ve. Última viñeta. Fin. No entendieron. No me dejaron.
Como me negué, por supuesto el guión no se publicó con sus estúpidas exigencias pornográficas (el Cristo “gore” de Mel Gibson) y les devolví el dinero.
Compuse otro “ipso facto”, deslumbrado por el fracaso potencial al par que absurda apetencia de vivir de lo que escribía, que fue el guión de “Galilea”, un refrito de una novela más larga que era una respuesta sentimental a la vida y, por consiguiente, huérfana de calidad. Me quedé con el meollo y la refundí bajo la fórmula más ascética de guión.
También lo presenté en “Skorpio” y éste ni siquiera lo consideraron, ¿te acuerdas? Lo explico.
Los tres guiones se perdieron con una bolsa, durante una mudanza en el año 2000. Eran originales y estaban dentro de la bolsa. Punto pelota, Rotebor.
La pérdida no representa solamente el aspecto negativo de la creación cuando es infortunada por ser desatendida o no tener salida. La pérdida muchas veces representa una inversión y te desvía entonces hacia otro carril, uno insospechado. Dejé de soñar con Lash Larue, con Colt Miller y su hijo Kit, con Mandíbula de Hierro y Mr. Orchidea, esos villanos que por desgracia no nos rodean, en este mundo de los negocios lleno de espíritu de comprensión y tarados “fashion”... Me volqué a la literatura; tengo una novela de 1073 páginas, la tesis doctoral de mil y pico, ensayos de historia, de crítica pictórica, una correspondencia biográfico-literaria de más de mil páginas... Todo de a mil. Tres volúmenes de cuentos. Ahora está una amiga mía en Buenos Aires con sus cuentos y los míos, viendo si los puede mover allá un poco...
Tengo como Pessoa el «arcón», sólo que en mi caso es una estantería que roza el techo de mi dormitorio. ¿Ocurrirá conmigo lo mismo que con él? ¿Irá surgiendo con dificultad mi obra después que haya muerto, como los amores adúlteros de Venus con Marte? Quizá se diga con tristeza de convento e hipocresía de universidad: «¿Cómo se pudo hacer oídos sordos a esta fertilidad? ¿Por qué le volvieron el rostro y le dieron la espalda? En buena parte fue artífice él de lo que le pasó pero... ¡un espaldarazo!».
Contesto por orden a tus preguntas. Vivo desde hace treinta años en la ciudad donde, si sales y te paras en una calle perpendicular al mar, Balmes, por ejemplo, ves «la ladera de un monte/ más alto que el horizonte» (el más misterioso de los dos que tiene la ciudad) en el que Serrat, cuando muera, «quiere tener buena vista» porque no sé quién le habrá confirmado que «mi cuerpo será camino,/ le daré verde a los pinos/ y amarillo a la genista».
«Genista» es un catalanismo por «retama» en castellano. Pero no podía poner «retama»; aunque pertinente y castizo el vocablo, no rimaba.
No tengo blog propio.
Grizzly
POR LA PRESENTE, LA ARAÑA, QUIEN SÍ LEE Y ESCRIBE...
Estuve tratando de recordar el apellido de aquel alto empleado o secretario de redacción de la editorial Ramón Columba que pedí ver para ofrecerle el guión de “Asalto a Munro Prison...” que te mencioné repetidas veces. Cosas, hechos y personas mudan de posición con el tiempo y cuando no se necesitan para vivir y se depositan en una napa subterránea. La quietud de cosas, hechos y personas queda subordinada a una «intervención electrónica», que se produce por azar, como ahora que recorrí la valla insalvable de mis tentativas de guionista malogrado, y lleva la dirección de un pinchazo. Si no hubiere enumerado los tres guiones que redacté con el peligro visible de que la cadena de inodoro de la cronología arrastrara todos los estándares “ideales” de destino, el motor de los proyectos y a la vez su principal enemigo, no habrían salido de su «escondite» las revistas elegidas de antemano para editarlas. (Columba editaba a Jackaroe, plateresco del paraguayo Robin Wood, ¿recuerdas a aquel larguirucho, Rotebor? Se paraba, postinero... o taciturno de flato, como el Randall y el Garrett de Arturo [Pérez] del Castillo. Corporativismo de estilo KGB, ¡ja, ja!) La evocación no cambia un ápice la posición de lo creado inservible en la napa, no borra la experiencia de malogro y desencuentro. Tampoco da respuesta a un comportamiento. Destaca un período y aureola de conflicto y desconcierto el «movimiento hacia los otros» pendiente de interpretación que lo aclare.
Siempre sorprende que las caras retornen con más facilidad de zonas más profundas que los nombres. La célula de Columba y más-que-filósofo de la historieta que me atendió en las últimas pejigueras de la adolescencia (aún no había cumplido los veinticinco años), inmune a la calidad de lo que le llevaba, tenía un ensayo de cara de equino. ¿Se llamaría Ricardo? Por cortesía, consentirá en llamarse..., todavía.
Probablemente habría hecho lo mismo, ¡ah!, en su lugar, pero uno tiende a revocar la decisión del Ricardo original y poner en su lugar al que habría hecho lo mismo que él, decía, y dice uno para sí «a lo mejor no, ¡qué caramba!, ¿y el rumbo inesperado en novelas y películas?», y va y coloca a otro Ricardo, el mejor de los Ricardos, Richard Matheson, el de “Soy leyenda” y “El hombre increíble”..., y... ¡qué distinto que habría sido todo si Richard Matheson hubiere trabajado en Columba! Vengo a concluir, y a lo que yo creo conclusión la más discreta, que Robert Scott Carey, el hombre que menguaba, no habría salido por el enrejado del tragaluz —la solución gris— y en Columba habrían contratado a la araña, a esta que te escribe.
G. G.
En Argentina, creo que hubo un antes y después de la aparición de guionistas más aggiornados como Trillo y Saccomano. Esta muestra del "Pequeño Rey" de Trillo magníficamente ilustrado por el maestro García Seijas, es una notable muestra de la dinámica de relatar en forma atrapante. Por supuesto no con esto estoy desmereciendo a los grandes precursores como el desaparecido O´Estereld que creó toda una dinámica para su época.
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